La felicidad es lo que somos. Somos felicidad. Somos eso.
Nada nos puede dar felicidad si hemos perdido la conexión con lo que somos, porque precisamente somos esa felicidad.
Por tanto, no es algo que obtengamos del exterior. El exterior puede de una forma muy relativa facilitar o dificultar esa conexión. Muy relativa, ya que sabemos que hay quienes se desconectan en mansiones de millones de dólares, y de quienes conectan en medio de guerras, enfermedades o en prisiones.
Por tanto, no confundimos la felicidad con el bienestar, o la comodidad.
Tampoco es algo que «TENEMOS» en el interior, o que «ESTÁ» en nuestro interior.
Me explico: Lo que se tiene, se puede dejar de tener… Lo que está, puede dejar de estar… Pero lo que es, no puede dejar de ser.
Se puede cubrir, tapar, olvidar, dormirnos a la existencia de la felicidad… Pero no se puede perder, dejar de tener, dejar de estar, ¡no se puede ir!… La felicidad es lo que somos, lo que ES.
Si estamos hablando de algo que de verdad ES, entonces ese algo no puede dejar de ser, o desaparecer… si así pudiera ocurrir, entonces eso NO ES.
Desde muy, muy antiguo, nos han llegado sabias definiciones de lo que ES: lo que no cambia o fallece, lo que no está sujeto a dejar de ser. Lo que es, de verdad.
Mi propósito es mostrarte, de forma vivencial y a través de prácticas sencillas y efectivas al alcance de todo el mundo, que la felicidad, al igual que ocurre con el amor, con la paz, con la bondad, la verdadera belleza, la verdad y la libertad, tienen algo en común: SON.
Forman parte de la naturaleza de la existencia. Siempre son lo que son, y siempre puedes vivenciarlo.
Esta naturaleza se manifiesta muy claramente en muchos niños. No han tenido que aprender a ser lo que son. No estudian filosofía, no hace falta que practiquen meditación. Simplemente son, naturalmente, existencia plena.
Sin necesidad de que lo entiendan con sus mentes, manifiestan lo que somos más allá de la mente: felicidad, amor, paz, bondad, belleza, libertad.
Por supuesto, los niños no están las 24 horas manifestando eso, y según qué niños y en qué circunstancias, también son presas de las necesidades del cuerpo (biológicas), y de características de la mente (deseos, rechazos) o necesidades emocionales (afectivas), que puedan hacer tanto ruido, que les desconecten temporalmente del estado de existencia plena.
Pero sí es fácil ver que ellos tienden naturalmente a reconectar y manifestar esa existencia plena que somos, ¿por qué? Porque ellos no tienen una idea de quiénes son que les dificulte experimentar, vivir y manifestar lo que realmente son.
A menos, claro está, de que nos encarguemos nosotros de imponerles una idea limitante desde el primer momento, de cómo son o tienen que ser…
En fin, conforme vamos haciéndonos adultos, vamos cubriendo y tapando esa experiencia de existencia plena pura, con una historia personal, y con una idea de quiénes somos.
Esa experiencia de existencia plena va perdiendo pureza y se manifiesta modificada más o menos intensamente, según sea el espesor y rigidez de las capas y filtros que se han ido acumulando sobre ella.
Podríamos decir que, entonces, esa experiencia de existencia plena se adultera.
Curiosamente, adulto viene de la misma raíz que adulterar.
Si no aprendemos a establecer y a cultivar con frecuencia una estrecha relación con la existencia plena que somos, por ejemplo aprendiendo una meditación efectiva (no-mental), y contactando con la naturaleza; si por descuido, ignorancia o abandono dejamos de sentir esa existencia plena que somos más allá de la mente, parece inevitable quedarnos atascados ahí, en la mente, olvidando lo que somos, y caer dormidos en sueños más o menos profundos.
Estos sueños nos hacen identificarnos intensamente con una idea (muy limitada) de quiénes somos (el manoseado concepto «ego» no es más que: La idea que la mente tiene acerca de quién soy yo), e identificamos además nuestras vidas y su valor con cosas aparentes, materiales, pasajeras y superficiales, como por ejemplo las cosas que tenemos o las cosas que hacemos.
Se generan automáticamente deseos y miedos, relacionados con lo que esperamos (o rechazamos) del mundo más aparente, al que sentimos necesitar para «ser felices».
Y nos llenamos de planes complejos: para perseguir aquello que deseamos, y para evitar aquello que tememos.
De esta manera, casi no encontramos tiempo más que para dejarnos toda nuestra energía y recursos en conseguir, aparentemente, ser felices.
A veces buscamos una experiencia de ser felices cuanto antes sea posible, con planes muy inmediatos: placeres, comodidades y satisfacciones y logros personales.
A menudo son muy efímeras. Y aunque no nos parecen tan efímeras cuando podemos repetirlas una y otra vez, después de un tiempo (y aunque vayan cambiando algunas cosas superfluas), ya nos parecen siempre lo mismo, y no nos hacen sentir como al principio, o solo por momentos…
Otras veces, para ser felices, también puede ocurrir que nos encontremos «sacrificándonos» (mal empleando el término sacrificarse, que en realidad significa «hacerse sagrado»), viviendo día tras día una vida que no nos gusta o no sentimos, con la ilusión de que, o bien eso nos hará felices algún día en el futuro, o esperando el momento de que algo fuera cambie y, entonces, podremos ser felices…
Y mientras nos vamos durmiendo más y más profundamente en estos procesos, nos olvidamos de:
– Que ya somos todo aquello que buscamos obtener a través de nuestros sueños (y mucho más).
– Y de que no podemos ser felices porque, en realidad, ya somos la mismísima felicidad.
Somos la felicidad soñando, olvidada de sí, y que se busca a sí misma sin saberlo, a través de sus ambiciones, deseos y sueños.
Somos la felicidad dormida, soñando con ser feliz.
Como un gran trozo de pan que, quedándose dormido y olvidándose de quién es, sueña con conseguir unas migajas… sin darse cuenta de que él mismo es mucho más que lo que busca.
Podrás pensar que es un ejemplo un poco tonto, pero me sirve para recordarte que «eres un trozo de pan», y que «no te conformes con unas migajas» 😉
Os invito, y me lo recuerdo a diario, a practicar con frecuencia aquello que nos despierta esa experiencia de existencia plena que somos, que nos permite recordar (volver a la cordura, volver al corazón) lo que somos.
Recordar, tantas veces como olvidemos, lo que somos, para así poder sentirlo más allá de la mente.
Una y otra vez, cada vez con más frecuencia y durante el mayor tiempo posible.
Despertemos a la realidad. Siempre será más inmensa que nuestros más ambiciosos sueños. Aunque aparentemente no pase nada, aunque aparentemente no hagamos nada «especial», ni seamos ”nadie importante».
A la mente dormida le cuesta creer en el valor de despertar; porque antes de despertar, lo único que parece real son los sueños…
Solo al despertar, se manifiesta como real lo que despierta.
Encuentra con nosotros prácticas efectivas y al alcance de todo el mundo para experimentar y establecer una estrecha relación con la existencia plena que somos.
Un solo retiro de fin de semana puede suponer una revolución existencial en tu vida. Si no tienes recursos accede a nuestras ayudas.
Ayudar es el sentido de nuestra existencia.